Relatos sobre dipsómanos, orates y otra gente rara.
Tres
Había un niño que tenía el corazón más grande que el mar, era un niño de aspecto muy sencillo, hasta pequeño para su edad, de sonrisa amable, como una mariposa blanca que de pronto se posara sobre su rostro, le gustaba jugar con las hormigas, las ayudaba cuando transportaban hojas y derramaba, de vez en cuando, pequeñas cantidades de azúcar en los hormigueros, que traía desde su casa, usando como diminuto cartucho la corola de alguna flor segada por la lluvia, en realidad todos los insectos eran sus amigos, cualquiera con buena vista hubiera podido fijarse cómo se levantaban en las patitas traseras y saludaba al niño agitando las delanteras, él comprendía y la blanca mariposa de su sonrisa se unía en el viento a las otras mariposas de verdad, que revoloteaban alrededor de su cabeza como en un ballet de ternura, el niño amaba los árboles florecidos y la lluvia y pensaba cómo se sentiría si pudiera tocar el atardecer por un momento, cuando el sol era como una redonda cajeta de golosinas de colores, vertidas sobre el cielo, que el césped húmedo de llovizna reflejaba, y los azulejos y pechiamarillos, en aquella soledad protectora de la floresta, que sólo el niño conocía y recorría con pie candoroso, se posaban en sus hombros con dulce confianza de pájaros amigos y les daba de comer pedacitos de pan que traía también desde su casa, construida a orillas del río, bajo la sombra de los palos de mango, era un niño pobre, no tenía ni siquiera cutarras, ni papá que se las hiciera, y como tampoco tenía edad escolar, sin embargo, desde que pudo caminar por la espesura donde no parecía haber peligros para él, hizo contacto con la Naturaleza y ya había recibido muchas clases de las flores-maestras, que le habían enseñado a contar desprendiéndose voluntaria y pausadamente de sus pétalos, uno por uno, y de los pájaros, profesores de música, que le enseñaron a silbar como si fuera uno de ellos, la luz le había dado lecciones de geometría natural, al colarse entre los extraños sombreros de la arboleda y dibujar innumerables formas sobre el verde tablero de la hierba, eran figuras que no podrían aparecer en ningún libro del mundo, pero que el niño se había aprendido de memoria, entonces una tarde que estaba recogiendo ciruelas se encontró con Silbo, un perro con más apariencia de ratón que de can, chiquito, lampiño, de patas y rabo delgadísimos, de color gris para rematar, pero fue amistad a primera vista, el niño que tenía el corazón más grande que el mar, que nunca había visto, y Silbo, el perro-ratón o ratón-perro, quién pudiera saber, aunque así lo bautizó, Silbo, un nombre demasiado bonito, quizás, pero que tenía una buena razón, porque el niño que silbaba como los pájaros hizo que el minúsculo animal le obedeciera desde el principio, como por encanto, cuando musicalizaba el aire utilizando sólo el delicado fuelle de sus pulmones y la flauta curva de su dentadura, pero cuando el niño silbaba, cada día lo hacia mejor, no solamente venía Silbo, llegaban también los azulejos y los pechiamarillos y otros pájaros cuyos nombres no conocía, las mariposas y hasta las hormigas y los escarabajos, si permanecía suficiente tiempo en el mismo sitio, y la misma tarde del bautizo, en vez de hacerlo con agua como había visto hacer al cura lejano en la iglesia, lo hizo con polvo de polen, se llevó al feliz ratón-perro a casa, la mamá los vio llegar, sabía que su niño era bueno y que por eso tenía el corazón más grande que el mar, con olas y todo, pero Silbo cuando la vio con aquel trajesón, era joven pero muy gorda, se limitó a gemir lastimosamente y a permanecer pegado a los tobillos de su dueño, dónde lo hallaste, indagó ella, bajo los árboles, cerca del atardecer, respondió el niño que no tenía cutarras ni padre, ni nombre siquiera, porque cuando su padre se fue, su mamá así como era de gorda se puso de flaca y perdió la razón por un tiempo, el niño estaba recién nacido y olvidó ponerle nombre y como nunca se acordaba del nombre que no tenía, lo llamada Oye o Psst, pero el tiempo transcurrió y ella volvió a engordar, porque la soledad engorda, aunque sea de misma soledad, vivían ella y el niño de lavar pirámides de ropa en el río contiguo a la choza, y el niño se acostumbró a no llamarse pedrito ni juanito, los nombres no tienen importancia, como los hijos de las otras lavanderas, Pssst era como siempre lo llamaban los pocos que lo conocían, era lo más fácil de recordar, Silbo, exclamó el niño ya dentro de la casa de pencas, el perro-ratón hizo girar la cola formando un remolinito invisible en el aire y lo miró con ojos contentos, lengüiafuera, ladeando la cabeza, la madre los observó feliz también, ahora era tres de nuevo.
